LA PAZ PERDIDA
Roberto Fernández Castro
Armando Zesatti, la naturaleza del color y la vivencia del sueño
Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles,
intocados y casi intocables, inmutables, arraigados;
lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios …
Georges Perec, Especies de espacios, 2001
Para decir lo que en verdad pinta Armando Zesatti habría que confesar que se trata simple y sencillamente de la luz, de ese fascinante fenómeno que a unos los impulsa a expresarse y a mostrar la naturaleza como si de la realidad se tratara, mientras a otros nos enseña a mirar sin excusas lo más excelso y lo más sublime, la placentera y hermosa armonía de la vida. Podemos hablar de una maestría en el manejo del color, pero sólo si así logramos decir de un modo sencillo lo que ha sido pintado de un modo profundo. Y es que para conseguirlo, el arte pictórico de Zesatti nos enseña a no conformarnos con la mirada frívola, nos extiende un boleto de viaje por una tierra ignota de caminos y abismos, a la que parece sólo habremos de arribar cruzando las aguas marinas cuya violencia queda impresa como un mapa de cicatrices sobre muros de gigantes. Pero es un mundo inhabitado; mínimo. Hay en él cielo, mar, aire, caminos, ríos, árboles y horizontes, pero nada o casi nada que nos recuerde los humanos afanes.
Luz y sombra, cielo y tierra, presencia y ausencia. Somos tan proclives a ordenar lo indescifrable en conceptos opuestos asimétricos, porque es un modo de sintetizar y de evitar las sentimentales heridas que ocultamos llamándolas sensiblerías o cursilerías; como cuando los sueños y las cavilaciones nos conducen a su vez por los senderos de lo infinito y lo inasible, y entonces lo llamamos metafísico. Pero si al menos estamos dispuestos a aceptar las reglas de este juego, tal vez no quedará resuelta la disyuntiva entre el arte de lo real o figurativo y el arte de lo ideal o lo abstracto, pero sí nos quedará claro que todo arte verdadero es arte conceptual. Con lo que una vez conocido el final, cabe volver a un principio histórico que ya no ha de parecernos la innecesaria introducción, sino viva comprensión de lo visible.
Cuando menos desde el siglo xvii es posible hablar de realismo, pero es una suerte de instrucción que incluye creaciones que nos son contemporáneas, y que a pesar de las distancias cronológicas e históricas, o de las insalvables diferencias vitales, son siempre réplicas, reiteraciones y pervivencias que, apelando a un profundo apoyo conceptual y la maestría en el empleo de determinados recursos técnicos, asume el compromiso con lo inmediato: el fenómeno luminoso, la percepción de una superficie, la materialidad de un objeto, etcétera. Por eso se ha dicho que el realismo es un arte de crisis; cuando todo lo grande y lo heroico está tan lejos de nosotros que nos resulta ajeno, volvemos a mirar el mundo en su inmediatez auténtica, en lo más sencillo que tenemos a la mano, en aquello que sólo nos queda para contemplar la culpable soledad cósmica.
Mientras que el hiperrealismo de los años sesenta nació en los Estados Unidos con el afán de exhibir la soledad de las grandes ciudades, en una opulenta sociedad de consumo, rodeada de escaparates, cristales, automóviles y motocicletas cromados y esmaltados, comida rápida y enseres tecnológicos, el realismo español de los años setenta presentó las características de una sociedad periférica, marginal y empobrecida, sobre todo ideológicamente, después de sobrevivir una guerra civil aferrándose a su centenario componente rural. No obstante, este otro realismo conservó un sinnúmero de adherencias surrealistas o del realismo mágico que permitió a pintores como Antonio López, Amalia Avia o Isabel Quintanilla por un lado, y a Eduardo Naranjo o Carmen Laffón por otro, introducir cuestiones condicionantes, elementos o personajes que implantan perturbadoras modificaciones en la literalidad perceptiva de nuestra actitud naturalista cotidiana, como lo puede ser también la más científica perspectiva matemática; inconcebible en nuestro mundo de vida verdadero.
En este sentido, no sólo de Eduardo Naranjo se dijo que pintaba el tiempo, sino que ha sido uno de los temas que más comentarios ha suscitado en toda la pintura realista, primero, por el paso del tiempo que testimonia la propia pintura; luego, por el carácter secuencial o tiempo narrativo que estamos acostumbrados a buscar en los cuadros; tratamos de averiguar qué nos están contando, cuánto tiempo contienen, o al menos, qué hora del día está en ellos, como el amanecer, el mediodía o el atardecer. Y por último, el tiempo que más se nos olvida, el del artista y el del propio objeto artístico, que son uno, en la medida que el tiempo de elaboración, el soporte, la capa pictórica y la técnica nos cuentan cómo es que han con-vivido y envejecido juntos. Por eso nunca hemos de pasar por alto la inmediatez material del objeto, porque quien nos lo entrega es nuestro álter ego, otro yo que, como nosotros lo vemos, no ha elegido esta o aquella técnica de un modo arbitrario o por comodidad, sino por ser el camino más apropiado por él para permitirnos recuperar nuestra profunda intimidad, llevándonos por ese largo recorrido hacia el horizonte de la lejanía.
No hemos de olvidar esto al volver a mirar la pintura de Zesatti, pues así es como nos aproximamos al que parece ser el género de su pintura: el paisaje. Pero el paisaje, como género independiente, surgió a partir del siglo xvi, y lo que en él distingue al paisaje realista contemporáneo es la composición de una multitud de elementos esenciales que busca captar hasta los detalles más insignificantes, precisamente como los más significativos. De ahí que en la rigurosa exposición casi científica, del paisaje natural o del paisaje urbano, la habilidad técnica del pintor realista consista en un deseo constante de transgredir la bidimensionalidad de la superficie pictórica, hasta conseguir que la ilusión óptica, además de la seducción propia del engaño, envuelva al espectador en la inquietud de lo verdadero.
Y es que con la pintura de Armando Zesatti, junto al realismo, también encontramos la posibilidad de redescubrir el naturalismo que, hablando de antiguas tradiciones, fue una de las vertientes estéticas del realismo que comenzaron también en el xvii, y que se consolidó en el siglo xix como uno de los movimientos artísticos más importantes de la actitud moderna y del arte contemporáneo. Aunque este arte se concentró mayormente en el desarrollo de la naturaleza muerta o bodegón, y en el juego ilusionista del trampantojo, en sí mismo se constituyó como un reto para la mirada, para las sensaciones generadas por lo que la vista capta, como si ella pudiera llegar hasta el margen de las sensaciones generadas también por el tacto, el gusto, el olfato y el oído. El naturalismo del último siglo, en cambio, se muestra más humilde y al mismo tiempo más ambicioso. En lugar de confundir o engañar, aspira a dar cuenta de lo observado y sentido de un modo directo y sencillo: la verdad desnuda que reside en la trascendencia de lo cotidiano.
El paso del naturalismo expresado en el género de los bodegones al naturalismo a cielo abierto y a pleno sol con que nos encontramos en la obra de Armando Zesatti, conserva una característica fundamental de la naturaleza muerta, y es que ésta excluye de principio la figura humana para así poder tratar del ser humano con el ser humano. La oblicuidad en la exploración de lo humano en Zesatti consiste en eliminar todo vestigio, toda huella de su paso por el mundo, no sólo como si se tratara de un paraíso virgen aún preservado de su paso, ni tampoco como un paisaje, ahora abandonado pero alguna vez habitado, sino como un mundo que es inmóvil, silencioso e intemporal, precisamente porque no registra de ningún modo la existencia de lo humano.
Confieso que fue esto lo primero y lo que más me llamó la atención de la obra de Zesatti. Me sorprendió mucho leer que Marta Zamora afirmara que toda su pintura es reflejo de un enfoque optimista ante la vida. A mí me parece que en sus cuadros es posible la esperanza, pero no el optimismo, porque si se trata de una obra que apunta al instante exacto en que la pintura se vuelve crítica y hace frente a una crisis producto de la destrucción del mudo natural, en tal caso ella nos exige luchar por la conservación y el equilibrio de ese nuestro mundo circundante al que llamamos medio ambiente, ecosistema, vida.
Pienso de este modo cuando veo Tierra de gigantes, 2010 o Pared de piedra, 2010. La ausencia humana nos impide siquiera dimensionar el tiempo y el espacio de la mole que se levanta ante nuestros ojos. Podemos aventurar su carácter monumental, pero su frialdad y su desolación no nos permiten asegurar si se trata de un paisaje tan inexplorado como antiguo, si la presencia del pintor ha conseguido siquiera tocar su virginidad, o si es más bien una visión futurista. Y lo mismo pasa con Playa de catedrales, 2015. ¿Es la línea del horizonte a donde se ha perdido de vista un viajero que por fin se marchó? ¿Es justo el instante antes de atestiguar el arribo de la persona humana que le devolverá la vida a la playa? ¿O simple y sencillamente es la imagen de cómo es, cómo sería o cómo será el mundo ya sin nosotros?
Si esto parece monstruoso y preferentemente falso para un optimista que mirara Camino al cielo, 2005, Huellas, 2011 o Los pilares, 2012, yo digo que más bien corroboran la hipótesis, o a lo menos hacen aún más inquietantes las preguntas. ¿Quién marcó esas líneas del suelo que, cuando nos dicen que conducen al suelo, traen a nosotros la imagen de inmensas laderas de arrozales, de ofrendas, de dioses de la fertilidad, de símbolos en tiempos remotos. Y es que las huellas van y vienen, parecen más producto de un extravío que de un sendero hecho y seguro. ¿Y los inmensos basamentos de esos pilares? La pregunta ni siquiera es ¿quién los construyó?, sino ¿quién los abandonó? Son una verdadera ruina, lo que brilla es su desmoronamiento. Al parecer, aquí el pintor ha querido conservarlos en el lienzo, justo antes de su desaparición.
Todo esto parece un castigo divino, una imagen apocalíptica que nos sacude. Pero el trabajo de deconstrucción de Zesatti no termina ahí. Si la especie humana ha de estar condenada a desaparecer, bien podría ser que plantas y animales recuperasen la paz perdida y volvieran a enseñorearse en la Tierra. Pero… ¿Y los animales? Cómo un observador tan meticuloso y un artista tan riguroso como Zesatti no ha registrado ni con la cámara ni con el pincel la fauna de ¿un paraíso? Mientras los Brueghel, la gran familia de pintores flamencos, se regodeaban pintando guirnaldas de flores y paraísos habitados a un tiempo por todos los animales que la ciencia y la imaginación conocían, el pintor mexicano no ha encontrado ni un solo pez en sus mares o en sus estanques, ningún anfibio en sus charcos, ningún insecto en sus plantas, ningún reptil en sus rocas; ni una sola ave en sus árboles o en sus cielos. Es cierto que podemos ver Silla texana, 1999, Caracoles, 1999 y Cuna de focas, 2015, pero la primera parece que ha quedado ahí durante un buen tiempo, sobre una cerca también medio derruida, la hierba crecida y un horizonte vacío; de los caracoles sólo ha quedado un montón de conchas, sólo la coraza del molusco; y de la cuna de focas sólo vemos la roca bañada por el agua de mar. Como en Nido de patos, 2012, y Nido de garzas, 2008, tal parece que el lugar sólo ha conservado del animal el nombre o su excrecencia.
Lo anterior vale para los paisajes abiertos, como Divisadero, 2002, y Frontera sur, 2009, pero también para aquellos detalles que, como trampantojo, nos hacen dudar de lo que estamos viendo. Composiciones complejas y de una precisión milimétrica que al desbordar por completo la tela, acercan la pintura de Zesatti a cuando menos dos de las ramas básicas de la pintura abstracta: la pintura expresionista y la pintura concreta. En el primer sentido están sobre todo Abismo, 2012, Marea alta, 2014, y me parece que en buena medida también Camino de arena, 2017. Si se piensa un poco, se verá cómo a veces obras como las de Zesatti resultan además pedagógicas; nos permiten entender cómo Jackson Pollock o Mark Rothko llegaron a su pintura. O percatarnos cómo la abstracción sí sucede en nuestras mentes, pero proviene del mundo que nos rodea de un modo concreto.
Y digo ahora de un modo concreto porque también he hablado de pintura concreta. Veamos ahora Atardecer, 2005 y la más reciente, Concierto de palmas, 2018. La naturaleza repite hasta el infinito sus formas con una precisión matemática. En este caso la pintura se ha depurado en el sentido de la forma, del color y del movimiento, de la misma manera que las pinturas expresionistas han depurado la percepción y la sensación. Pero ambas vertientes se tocan en la pintura de Zesatti; en medio de ambos extremos se encuentran ya Pirotecnia, 2004, Luces de bengala, 2014, y Micropirotecnia, 2016. Acaso obras de una naturaleza tan informal como lo de Pollock o lo de Clyfford Still, cuyo lirismo no es ajeno a las pulsiones del abstraccionismo concreto latinoamericano de Emilio Pettoruti, Cicero Dias o Samson Flexor.
Poco a poco vamos encontrando los conceptos que caracterizan la pintura de Zesatti, y no es que realismo e hiperrealismo se vayan diluyendo, sino que van adquiriendo su verdadero rostro, vamos descubriendo los secretos de un arte y de un modo de mirar que nos convence, no por reproducir de un modo fotográfico lo que el artista vio, sino porque nos permite percatarnos del modo como hemos dejado de mirar el mundo. Al respecto, quiero rescatar uno de los conjuntos que más me impactaron al conocer la obra de Zesatti. Se trata de aquellas pinturas cuyo tema son los árboles. En principio parece algo romántico, pero cabe advertir que no he dicho la paz y la tranquilidad del bosque, tampoco he dicho el verdor de los árboles, y ni siquiera la belleza o el vigor de fuertes y frondosos árboles. Nada de eso, salvo la tenebrosa atmósfera de Otoño azul, 2001, Zesatti se ha decantado casi siempre por las imágenes que nos entregan Paciente espera, 2013, Camuflaje, 2014, y Se está haciendo tarde, 2015. Imágenes de silencio y soledad.
De un lado, todas ellas se explican por las largas temporadas que el pintor ha pasado en Europa; inviernos sin duda. Pero por otro, se trata de un conjunto que por sí sólo haría valer la pintura de Zesatti en su originalidad y clara conciencia del punto de vista en que desea colocarnos. Hay desde luego un contraste con la viveza y la frondosidad de la vegetación selvática o tropical de Entre tus hojas, 2016, o Pinos y piñas, 2017, pero en todos los casos el artista sólo ha mirado hacia arriba. A las copas de los árboles diríamos si se tratara del segundo conjunto, pero la fuerza y el predominio del primero nos hace decir que son los troncos, las ramas desnudas las que han llamado su atención. Una vez más son apenas las líneas casi blancas de las ramas de los árboles (abedules sin duda) las que dibujan con sus trazos sobre la superficie azul del cielo. Y otra vez pienso en Pollock. No obstante, hay algo que me intriga mucho más; ¿dónde nacen todos estos árboles? ¿Cuál es su estatura? ¿Dónde están el suelo sobre el que se levantan y la tierra de la que se alimentan? Hay un desarraigo, el artista no nos hace mirar el suelo ni el árbol con toda su entereza, sólo sus puntas, sus ramas, sus límites, hasta allá arriba donde se levanta para hacernos mirar el azul del cielo. Así sea otro cielo desolado y silencioso.
Tal vez por esta misma razón el enorme tríptico de Rincón del sureste, 2008, resulta tan maravilloso. Ahí, no sólo estamos a la sombra de los poblados árboles, sobre todo ante el inmenso espectáculo de los manglares que hunden sus innumerables raíces en el agua del pantano que, no conforme con el sinnúmero de brazos que la penetran, nos los ofrece además duplicados en su reflejo. Si sólo de los reflejos se tratara, se diría que estamos delante de un apasionado admirador de Monet; si sólo se tratara de una de las columnas de los troncos cuya fuerza y brillo son tan irreales como inspiradores, diría que se trata de la reactualización de La folie Almayer de Magritte; o si sólo se tratara de la inmensa jungla rodeada por la serenidad de sus aguas, diría que hay aquí un seguidor de Tomás Sánchez. Pero lo cierto es que se encuentra todo. Del modo como se despliega en toda su extensión, parece que por fin nos encontramos con una síntesis de todo nuestro mundo; de lo que vemos, de lo que soñamos, de lo que anhelamos y de lo que hemos vivido. “Ay de quien a su espalda no cargue lo que han sido / sus errores, su miedo, / y converse con ellos como con una amante”, escribió el poeta catalán don José Luis Giménez-Frontín, en uno de sus más sinceros poemas.
Pero he comenzado a hablar de lo maravilloso ¿Es que acaso terminaré diciendo que Armando Zesatti también es un latinoamericano surrealista al que podemos asociar con lo barroco y con lo real maravilloso? En cierto sentido sí, pero para probarlo voy a repetir que se trata de un artista conceptual, por aquellos que gusten más del arte contemporáneo y de posguerra. Siempre me ha inquietado cuando ciertos artistas plásticos, sobre todo pintores, titulan a sus obras Sin título. No sólo no piensan en quienes se quebrarán la cabeza catalogándolas, tampoco en quienes las venderán y se verán forzados a describirlas e inventarlas para cada nuevo cliente, y mucho menos en quienes querrán mostrarlas a sus amigos como una preciosa posesión que, sin embargo, no tiene nombre. Por fortuna no es el caso de Zesatti: cada una de sus obras tiene un título, un nombre que nos dice mucho de él, de lo que estamos viendo, y de quienes estamos viendo algo claro y sin ambages, como Cocos y palmera, 2000, Arrecifes, 2012, o Piedras y pastos, 2011. Pero también sugiere ver más allá, como en Alas abiertas, 2004, Catedrales, 2011, y Cama de duendes, 2014. Y si éstas son apenas sugerencias visuales, Entre la vida y la muerte, 2003, Encuentro abstracto, 2006, o Rincón de sueños, 2004, nos proyectan de lleno a una parte de nosotros que preferiríamos negar u ocultar. Con tal de que nadie ose emprender el viaje, preferiríamos decir que no hay tal interior de nosotros, aunque Zesatti nos ha pintado un camino claro hacia tal interior. Un camino y un interior que no parecen del todo hostiles a fin de cuentas.
En estos distintos niveles en los que Armando Zesatti piensa y nombra lo que pinta, la unidad íntima de sus pinturas nos ha llevado hasta un mundo de conceptos donde nos encontramos con abismos, atardeceres, caminos, Corrientes frías, 2014, conciertos, encuentros, cuerpos enlazados, luces, puertas, rincones, Vidas atadas, 2006, en fin, todo aquello que Armando Zesatti, de un modo paciente, como esperándonos, nos permite volver a mirar, o mirar por primera vez si somos nuevos en el oficio de la contemplación; pero muy Poco a poco, 2017, sin dejar de contar con ese pequeño respiro del goce estético.
Ya sólo me falta algo más. Acaso no he dicho que Zesatti pinta la luz y el color. Sí, ahí están para probarlo Del naranja al verde, 2001, Un poco de rosa en un sueño verde, 2003, Verde bosque, 2012, Azul marino, 2012, Lavanda, 2017, y sobre todo Laguna de siete colores, 2009, en mi opinión, una de sus mejores obras. Que aun cuando a él no le complace presentarse como un paisajista, sin duda es ésta la que más nos trae a la memoria la pintura de José María Velasco. Zesatti tiene también, por cierto, La Mujer dormida y el Popo despierto, 2008, una perspectiva aérea como lo son las del Dr. Atl y Raymundo Martínez, pero Laguna de siete colores, 2009, es sin duda equiparable con Rincón del sureste, 2008, y sintetiza todo lo que he venido diciendo. En ella queda probado que los temas o los motivos de Zesatti sólo están ahí para devolvernos al mundo. Piedras, agua y plantas son lo que está en la superficie, y son tan importantes como la piel, pero por debajo de ella están las terminaciones nerviosas que conducen hasta nuestros sueños y nuestras vivencias, al abstraernos para mirar lo más sencillo y lo más complejo, lo más simple y lo más profundo: la forma, la línea, la superficie, el color, las sensaciones, los sentimientos.