Santiago Espinosa de los Monteros
La realidad extrema de Armando Zesatti
2012
Enfrentarse a la naturaleza es reverenciarla. Si uno de los temas ocupa preminencia en los discursos globales de permanencia en este planeta, indudablemente indudablemente se encuentra en la sección verde de nuestro imaginario como especie, aunque la naturaleza tenga en realidad muchos más tonos que ese, el de la parte verde sin duda es el protagónico de los manuales de sobrevivencia de la especie humana.
Dar la cara a la naturaleza es un acto de aseguramiento de las maneras primigenias de sobrevivir. En esa sobrevivencia está no soló aquello que podemos ahora tocar con nuestros ojos, sino todo eso que de alguna manera nos significa y nos da sentido respecto a nuestra estancia en este mundo.
Armando Zesatti ha puesto su interés en las maneras originales de la naturaleza. Observando con tanto cuidado cómo las plantas han ido desarrollándose, acentúa colores, sombras, superposiciones, rescata tonalidades y crea los ambientes (casi podría decirse que hasta las temperaturas ), de todo aquello que mira y ahora nos llega como si fuese una llamada de atención de lo que estamos a punto de perder.
Si es verdad que el largo camino que ha emprendido desde hace siglos la pintura realista ha dado frutos variopintos, también es cierto que en cada época surgen trabajos pictóricos que tiene cercanía temporal con aquello que se esta mirando. Hoy no tendría sentido una obra como la del portentoso Cornelis Gysbrechts, el pintor flamenco que vivió en la segunda mitad del siglo XVII y que hizo de lo que Gironella llamaba el “trampantaojo” (el trompe-l’oeil), sumejor divisa.
Y es que por entonces, cuando campeaban las naturalezas muerta y los retratos de allegados a la corona, las batallas campales y las escenas de la corte, una obra sin más pretensiones que las de imitar modestamente los objetos de la cotidianidad, al grado de hacer que se confundieran con el objeto reproducido, era sólo un guiño con lo que quizá en ese tiempo no pasaba de ser un divertimiento, pero que a la vuelta de los años, hoy así lo vemos, fue un antecedente importantísimo para una corriente expresiva vigente hasta nuestros días.
Si por entonces estas aproximaciones no viajaban muy lejos en términos conceptuales, si lo hacían técnicamente y con los escasos recursos que se tenían a la mano. Hoy está claro que no basta con reconstruir lo real sobre una tela, tampoco es suficiente el virtuosismo a secas. Es necesario decir aquellas herramientas que permitan robarse un trozo del mundo vivo para recrearlo en otro mundo también vivo, aunque con planos y vocaciones distintas.
Tal fue el esfuerzo técnico que hizo Albertus Seba unos años después de que Cornelis Gysbrechts hiciera pinturas remedando a la realidad; Seba coleccionó durante largos años de su vida miles de especímenes raros que la naturaleza le regalaba entre insectos, aves ofidios, piedras y, por su puesto plantas. Cada una de las piezas que le llegaba era minuciosamente copiado por dos empleados suyos diestros en la materia: Enricus Füllmaurer y Albertus Beyer. Nada nos dicen sus nombres hoy en día. Todo en cambio, nos lo dice la descomunal empresa de hacer, una a una, las precisas pinturas y dibujos llenos de detalle de todo cuanto ingresaba a la ambiciosa colección de Seba.
Si solo quisiéramos engolosinarnos con aquello que puede engañar al ojo, sería sencillo acudir a la fotografía (de la que muchas veces pare Zesatti ), para situarnos ante aquella otra parte del mundo que nos hemos robado y que, remedada técnicamente, nos devuelve la imagen de eso que queremos ver y que escogimos para inmortalizar.
Tal vez por eso en la década de los años sesenta en Estados Unidos prendió con tanta viveza esta nueva forma de aproximarse pictóricamente al entorno. Como en el siglo XVII, se puso el acento en aquello cotidiano, en lo que todos los días se pintaron dulcerías, calles, autos, esquinas de arquitectura vernácula. La diferencia es que aquello visto hace cincuenta años rescata un pasado inmediato que hoy se añora y que ha generado culto por lo recién extraviado. Lo constatado hace cuatro siglos reconstruía apenas unos cuantos espacios interiores que hoy sólo documenta la intimidad de un pintor curioso.
Parecería que pintores estadounidenses como Richard Estes, Terry Rogers y Chuck Close sabían que todo estaba mutando mas rápido de lo que una sociedad de consumo era capaz de constatar. Había aquí una conciencia de constatar los espacios compartidos, hacer apología de las pesadas y brillantes puertas de acero inoxidable de las casetas telefónicas, imitar la precisión fotográfica de un rostro o el cuerpo de Kate Moss o simplemente dar cuenta lenta y pacientemente, de cómo se factura este tipo de obra, de las bacanales y orgías desenfrenadas que incriminan a los espíritus conservadores.
En esta misma Tesitura, aunque de ambientes mas reposados, el erotismo del colombiano Darío Morales es destacable. La formalidad de sus desnudos marcó indudablemente una estética seguida después de muchos. El chileno Claudio Bravo, aunque de actitud más mesurada, alcanza también momentos de gran tensión al reproducir cuerpos frontales que no pocas veces observan al esperctador.
En México hay espléndidos representantes de esta corriente: Víctor Rodríguez, entre los más destacados, lleva al limite la perfección de cada trazo y su relación con lo real y lo que esta evocando. Situaciones de gran potencia visual inundan sus telas de perfectísima técnica. Sobre ellas durante muchos años reprodujo a su esposa, quien sirvió de modelo para una de las etapas clave de este pintor radicado en Nueva York.
Aunque aún en sus inicios de su carrera, dos muy destacables creadores residentes en Querétaro, Rafael Rodríguez y Luis Sánchez, han desarrollado una asombrosa obra en la que reconstruyen a detalle fundamentalmente a quienes forman su entorno intimo. Rostros de amigos, situaciones absurdas, pero posibles, y una decantada manera expresiva, obligan al espectador a poner la mirada cuidadosa sobre el prometedor trabajo de esos dos jóvenes.
Sin duda uno de los antecedentes visuales mas potentes en el trabajo de Armando Zesatti es el Cubano Tomás Sánchez quien, omitiendo la mirada cercana y reconstructora del paisaje ( en su obra es frecuente encontrar evocaciones compositivas un tanto idílicas ), hace una aproximación mas directa, desde la precisa reconstrucción visual de la realidad, de la naturaleza figurada.
A diferencia de muchos artistas que desarrollan obra que por su gusto llamaré “de realidad extrema”, y alejada de un expresionismo estridente y situaciones limite, el trabajo de Armando Zesatti ha seguido otras rutas. Sin delatar, enuncia. Al hacerlo, nos, participa de todo aquello que subyace en una primera mirada. Verde Bosque, por ejemplo, es quizá una de las piezas recientes más contemplativas de su producción. Dos árboles que emergen de un bosque de mediana altura son los discretos protagonistas de una escena silenciosa, reposada.
Entre ellos y el espectador median otros árboles mas bajos. Estamos cerca, pero lejos delos más grandes. Destacados en el paisaje, algo conservan de soberanos que admiran sus dominios. Esta rara pieza, en la que vamos más que un detalle del gran paisaje, encierra uno de los secretos mejor guardados de este pintor: delatar la temperatura, la hora del día, el sonido del ambiente de lo que ahora vemos.
Lo mismo sucede con el misteriosa cuadro Sueños compartidos, donde encontramos plantas en un primer plano que llega a nuestra vista sin que se interpongan la neblina y el vapor. Detrás, a poca distancia y con un tímido reflejo en el agua, un estero cuya ruta sin vislumbrarse se desarrolla de manera enigmática, promete un recorrido largo, laberíntico.
El agua indudablemente es uno de los grandes protagonistas de Zesatti. Ya en otras épocas ha mirado el mar. Lo ha detenido en su incesante movimiento y ha escogido al azar la exacta ola que se desliza después de millones de años por fin hasta tierra. Olas deja ver los segundos posteriores al rompimiento de una ola mayor. Luchando contra la resaca viene otra, espumeando; bajo ella, el agua circula de regreso al mar con rapidez. Ella debe llegar, pese a todo, a tierra firme, cumplir su cometido, su destino, su designio.
La espuma que choca contra las rocas ya está ahí por siempre. A partir de ahora y para nuestra mirada, millones de burbujas insinuadas jamás explotarán ni liberarán su aire para dejar ver el mar debajo de ellas, como si lo custodiaran celosamente ahora para la eternidad.
La mirada a distancia de Zesatti, aunque menos frecuente que aquella que se acerca cuidadosamente a cada uno de los detalles, nos devuelve piezas como Lloviendo en las barrancas, donde la perspectiva de un paisaje nos orilla a buscar los vestigios de lo humano en una fogata, algún camino para autos que haya prostituido la limpieza de lo natural, alguna construcción. Nada. Aquí no esta el hombre ni sus calamidades, excepto aquel que mira, el que pinta, y ahora el que observa lo mirado por otro.
Esta ausencia del ser humano nos hace ser los únicos invitados de honor al festín de lo que miramos. Sólo nosotros estamos ahí para ver avanzar el enorme aguacero sobre los cerros o atestiguar las cuidadosas circunstancias que nacen de las primeras gotas que caen sobre el agua mansa, deformando momentáneamente piedras de río. Ya está empezando a llover.
Esta aproximación cautelosa y precisa a la realidad se hace mas potente en tanto selecciona solo fragmentos detallados de espacios abiertos. Esos detalles nos obligan a reconstruir (y por lo tanto a participar del proceso pictórico), los espacios que rodean lo que miramos. Completamos así una palmera de la que solo hemos visto su ramal de cocos; andamos a ciegas por El charco sin poder escapar de él y andándolo todo a partir de este primer acercamiento; permanecemos silenciosos ante Misterios aguardando a que las enredaderas terminen de hacer su trabajo y vistan por completo los árboles inconmovibles.
El trabajo de Armando Zesatti ha transitado un largo camino. Para entender lo que hoy miramos, debemos referirnos a piezas que hoy parecerían extrañas en su trayectoria: acumulaciones de canastas, bicicletas amarradas, muñecas de trapo, trompos de madera de vivos colores.
Quizá todas estas piezas eran ensayos inconscientes para llegar a saturar el breve espacio de una tela con una amplia gama de tonalidades en su mayoría verdes. En aquellas otras piezas existía, apurada, esa reconstrucción obsesiva de cada cosa vista. Permanecían ahí sobre la tela, reconocibles, pero eran sólo acumulaciones de figuras.
El encanto de un trabajo como el que ahora nos ocupa es que posee la malicia de quien tiene maestría en el oficio. Para hablarse de tú a tú con el mal, hay que invocarlo. Sólo sabiendo mirar sin descartar se puede hacer una obra como la de Zesatti. El secreto sin duda no está en las partes iluminadas y protagónicas, de suyo atractivas y llamativas. Se esconde en las sombras, en las oquedades, en lo que está como telón de fondo de una naturaleza mas potente y ruda que aquella que ahora se nos muestra.
A decir de observadores acuciosos, llama a la sedentaria paz y al reposo. Son los verdes que nos envuelven es su perfume trastornador y felizmente engañoso. El encanto total que merece la reverencia de colegas y espectadores está en las zonas obscuras, aquellas que sin delatarnos a la naturaleza bajo su manto, las deja insinuadas como advertencia de mar profundo, acervo de años que guarda hojas secas a la espera de que vuelvan pulverizadas a la tierra. Y nosotros ahí delante mientras sucede.
En la larga tradición de creadores que se aproximan al objeto visto para subyugarlo, Armando Zesatti tiene un papel de relevancia. Su interés no se centra en la reinvención de una realidad subvertida en su trabajo; pintar muros imitando ladrillos esgrafiados puede convertirse en lugar común; recurrir a las fantasías facilonas de personajes impecables que por su estética relamida nos repulsa más que atraernos, o jugar con escenas de fingida locura pintada con virtuosa representación, son algunas de las formulas ya probadas en la contemporaneidad que resultan en un tramposo atractivo efectista.
No se trata aquí sólo de pintar retinal, sin un trabajo que la sustente y avale aquello que se encuentra delante de nuestros ojos. En su obra, una pared de rocas iluminada de forma sesgada por el sol, es exactamente eso. Martin Heidegger decía que “…si las cosas se hubieran mostrado ya siempre como cosas en su cosidad, entonces la cosidad de la cosa se hubiera revelado”. Estas plantas son más ellas en tanto no pretenden ser otra cosa. Así las rocas, y el mar, y una charca, y los coco, las heliconias, las enormes raíces de un árbol, los bambúes, los esteros y los cactus…
No hay mas pretensión que darle el justo lugar a cada parte de la naturaleza que ha sido pintada. Dejarla ver como es y, de esa manera, hacerle un discretísimo pero justo homenaje de agradecimiento por permanecer en esa parte del imaginario verde del que todos nos hemos armado en los últimos años para sobrevivir a la devastación.
La obra de Armando Zesatti cobra en la actualidad el carácter de documento. Digamos que es testimonio de una naturaleza que se nos presenta con la sencilla dignidad de lo que permanece y evoluciona, atesorando millones de años de sabiduría y memoria genética. Su obra representa al mundo en retazos. Armarlo es tarea ociosa en tanto se impone antes de mirar, sencillamente mirar, y luego volver sobre nuestras huellas hasta dar con las partes del paraíso que nos ha arrebatado.